Un verano con Rohmer

“Ver una película de Rohmer en una sala de ochocientas butacas impresiona. Sobre todo si, cuarenta y cinco minutos antes, informan en boletería que quinientas ya están vendidas. ¿Por qué será que a la gente le atraen tanto los festivales de cine? Tres y media de la tarde de un día de sol, domingo, y la añoranza del aire acondicionado que me abandona ni bien empujo la puerta de vidrio y vuelvo a la vereda para formar fila. A mis espaldas, dos jóvenes varones se preguntan si el apellido Rohmer se pronuncia acentuando la primera o la segunda de las sílabas. Seguramente nunca antes vieron una de sus películas. ¡Y justo una de época!, me aflijo, como si para disfrutar de su cine existiera una hoja de ruta. Mientras permanezco de pie me preguntan alrededor de veinte veces para qué es la fila, pero jamás contesto que la fachada de un cine es fácil de decodificar. Otros adivinan “¿es para la francesa?”. “Sí, para la de Rohmer”, respondo exagerando un poco la pronunciación para que oigan los de atrás. A ciertos porteños todavía los halaga ver películas europeas. La mujer de adelante inaugura un diálogo:

–¡Qué bien hecho está el programa!”